¿Cuántas pequeñas o grandes decepciones
nos llevamos a lo largo de un día? Y no pregunto en un año o a lo largo de
nuestra vida porque seguro que nadie tiene memoria para tanto. Pero todos, en únicamente 24 horas, sufrimos numerosas decepciones, ya sea perder el autobús en
la mismísima cara, discutir con alguien querido o mirar el móvil cada cinco
minutos para comprobar que esa persona sigue sin escribirte.
Nuestro día a día está lleno de estos
‘bajones’, pero no dejo de comprobar que, por desgracia, son los momentos del
día a los que más importancia damos, aunque por el contrario a esas decepciones
hayamos tenido varias alegrías. Nos da lo mismo, con lo que más nos quedamos es con lo negativo, somos así de cenizos por naturaleza.
¿Acaso no hemos cogido nunca un autobús a
la carrera? ¿No hemos echado muchas risas con quien hoy hemos
discutido? O, si esa persona que nos hace estar pendientes del móvil no nos
escribe, ¿no tenemos otras muchas conversaciones con gente que sí nos quiere y
está pendiente de nosotros? Pero eso no lo vemos, simplemente lo damos por
hecho y no le otorgamos ninguna importancia… Hasta que lo perdemos, pero de eso
ya hablaremos otro día.
Dicen que “la decepción es una doble
pena”, porque no sólo nos decepciona la situación (perder el autobús), sino
también nuestra actitud (cabrearse por perderlo es inútil, pero aún así nos
acordamos del conductor y todos sus familiares). Esa es una frase con la que no
puedo estar más de acuerdo, porque nos encanta regodearnos en la decepción,
pero también encontramos un gusto especial a culpar al resto de los humanos de
esas decepciones, cuando la principal culpa suele ser nuestra en la mayoría de situaciones.
Aunque cada vez son más, pienso
sinceramente que los enfadicas y los ofendiditos que están deseando que algo malo les ocurra para volcar toda la bilis que llevan dentro sobre el resto del mundo, todavía son minoría, pero hay que hacer lo posible por evitar
que esa forma de ver la vida nos contagie.
Para ello, sería aconsejable que todos
empezáramos a asumir que las decepciones son una parte más de nuestra vida, que
vivimos un constante sube y baja, y es que para que haya una desilusión, antes
ha habido una alegría que nos ha hecho subir. Así que, menos quedarse con lo
malo y más asumir que esa decepción es el trampolín para otra cosa buena. Ya
habrá otro autobús, otros muchos días sin discutir y, obviamente, otra persona que nos haga estar pendientes
del móvil.